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¡Doy recompensa! Busco a mi unicornio


(Y no, no es azul como el de Silvio. Es rosado y tiene manchas púrpuras.)

¡Ayuda! Lo estoy buscando desde que tengo cinco años y nadie me cree cuando lo digo. Es verdad, ¡lo juro! No tengo el talento para componerle una canción, pero acudo a ustedes, lectores, para que se unan a mi búsqueda. La recompensa es grande.

Recuerdo que su cuerno le alumbraba cuando jugábamos juntos o le acariciaba su crin arcoíris, hasta que un jueves por la tarde, en el año 2000, unos adultos con caras grises me dijeron que los unicornios solo existían en los cuentos. ¡Puff!, desde ese día lo dejé de ver.

Indagué debajo de la cama, en el parque y en el fondo del mar. Incluso me dirigí muy esperanzada a la Policía y no pude creerlo: no existía un departamento para unicornios perdidos. ¿Cómo era esto posible? Con razón siempre escuchaba quejas sobre la torpeza policiaca.

Y la situación fue empeorando. A mi amigo, Manuel, se le extravió su dragón y Angélica nunca volvió a hablar sobre su conejita voladora. ¿Hacia dónde iban entonces todos los seres mágicos olvidados? Sigo sin entenderlo y ustedes sin creerme. Lo más triste, sin embargo, es que en todo el mundo no existía nadie que se ocupara del oficio de buscar la infancia perdida y la imaginación escapada, pero sí muchos –casi todos- que se dedicaban a negar rotundamente las fantasías.

A los once años, cuando estaba entrando a la pre-adolescencia, esos días fastidiosos de supuesta rebeldía, estuve a punto de rendirme. Para decir la verdad, no era muy “cool” andar por ahí de lupa en mano siguiendo los rastros de mi amigo imaginario. Sin embargo, proseguí y, como pueden evidenciarlo, hoy continúo firme.

Entonces, lectores, ¿quiénes de ustedes se animan a buscar a mi unicornio? La gran recompensa que prometo es que, muy seguramente, se reencontrarán con una infancia que -ahora sí créanme- es urgente recuperar y, si están de suerte, vuelvan a jugar por un ratito con ese amigo mágico que pintó de risas su niñez.

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