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Girar para el lado contrario


El cielo oscurece y el cuerpo de Catalina Restrepo se tambalea de un lado a otro como si fuera trompo o un barco en plena altamar. Ella, inquieta y algo desesperada, interrumpe bruscamente la lectura que la entretuvo hasta el ocaso para salir a buscar a su compañero de vida: un reloj de manecillas color gris de cinco mil pesos. Son las 6:30 de la tarde. Todavía le falta media hora para tomarse el Effexor, la Olanzapina y la Zoplicona que le recetó ‘el loquero’, como le dice a su psiquiatra.

Él es quien le devolvió el placer de leer, perdido hace ya treinta años a causa de los shocks eléctricos que le recetaron en el manicomio de Bogotá, el cual visitó por un tiempo que no recuerda cuando perdió por primera vez el contacto con la realidad.

Catalina vuelve aliviada, se sienta en el sofá blanco con su reloj en la mano y continúa:

"Si se mira por los huecos de la empalizada con la esperanza de ver algo de fuera, no se divisa sino un rinconcito de cielo y una muralla alta de tierra cubierta de grandes hierbas de la estepa. Noche y día los centinelas pasean allí de un lado a otro. Se piensa entonces que este espectáculo sería eterno, y que por los claros de la empalizada se verá siempre los mismos centinelas y el mismo rinconcito de cielo, no el que hay encima de la prisión, sino el otro, libre y lejano".

Sus ojos, dos bolas azules agigantadas que se clavan donde sea que miren, leen atentamente las palabras de Dostoievski, como si de alguna manera, narrasen aquel episodio de su vida.

"Al otro lado de esta puerta está la luz, la libertad; al otro lado viven los hombres libres. Detrás de la empalizada solo existe el recuerdo de ese mundo maravilloso, fantástico como un cuento de hadas, sin nada en común con el nuestro, que tiene sus costumbres, sus trajes, sus leyes especiales: se trataba de una casa de muertos vivientes, una vida sin semejanza y de hombres aparte".

Desde las seis de la mañana, las ventanas de su casa vibran al son de Cat Stevens, la Ópera de Evita Perón, Mozart, Basch y, de vez en cuando, PinkFloid. “La música, así como los libros, es una manera de ser feliz. Me da vida, me da sentido, me dice ‘Cata, levántate hoy’ en esos días en los que me pierdo, en los que siento que el mundo gira para allá y yo giro para el lado contrario”.

Catalina vive solamente con la compañía de sus libros y su música, de su coca-cola light, su torta Gala y sus ensaladas de frutas al estilo Carulla. Sin embargo, miles de ojos al derecho y al revés la rodean, formando un collage de recortes de pinturas, colores, textos, fotografías y paisajes que visten y saturan las paredes de su casa como una autobiografía mutante, anímica y en continuo movimiento.

Así, sin darse cuenta, Catalina imita a su pelirrojo favorito, Vincent Van Gogh, quien a partir de pinceladas aisladas configuró obras maestras. Y esto no es lo único que comparten: hace treinta años, Catalina comenzó a mirar el mundo como lo hacen los locos y tuvo que reescribir su vida, volverse a colorear.

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