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4,5 pulgadas de indignación


Nuestra indignación detrás del teclado es igual de efímera a la tendencia de su respectivo hashtag. A veces se reduce a 140 caracteres; otras, se extiende en un párrafo interminable donde “mamertos”, “farcsantos” y “ratas” son el común denominador en la lista de insultos sin ortografía que pretenden jugar el papel de argumentos. La intención de nuestro alboroto ya no reside en engendrar un cambio sino en ser compartidos o retwitteados la mayor cantidad de veces posibles mientras la publicación siga apareciendo en la página principal.

Criticar no solo se convirtió en una moda fugaz, sino en una herramienta para ganar seguidores y en un pasatiempo que nos hace sentir polémicos e intelectuales desde nuestros dispositivos. Sin embargo, desechamos al olvido lo que tanto nos indignaba en cuestión de minutos. Deslizamos la pantalla y aquella ira que parecía tan ardiente se apaga cuando nos encontramos con un nuevo meme, una receta de Nutella, un vestido que algunas personas ven azul y otras blanco, un gato tocando piano o un golazo de algún ídolo del fútbol.

Es una realidad que las redes sociales llegaron para quedarse. Cambiaron la manera en la que nos comunicamos, informamos, trabajamos e incluso hasta la forma en que comemos –¡ya muchos somos expertos en trinchar con una sola mano!-. No obstante, también son utilizadas como movilizadoras de odios y dolores pasajeros que no trascienden de la tendencia y el escándalo.

En menos de seis días, más de 100 millones de personas vieron el video de Invisible Children Kony 2012. ¿Qué pasó con eso? Nadie lo sabe, porque estamos convencidos de que un simple Me gusta basta para cambiar el mundo y resolver todos los asuntos. Asumimos que con un click nos convertimos en animalistas, curamos los niños con cáncer, luchamos por los derechos de los refugiados, combatimos el hambre en África, reformamos la educación, salvamos el medio ambiente y hacemos un golpe de Estado, todo esto mientras permanecemos cómodamente cobijados en el escudo de nuestros teléfonos. Estar detrás de una pantalla sí que da valor para juzgar y quejarse, pero no el suficiente para levantar la cabeza adormecida y emprender acciones transformadoras.

Es cierto que estas plataformas digitales han originado convocatorias históricas alrededor del mundo, pero han sido contadas las ocasiones en las que el ciberactivismo ha engendrado movimientos ciudadanos y cambios en las legislaciones. Si por cada foto de perfil en Facebook con los colores de la bandera de Francia, por cada imagen del niño sirio Aylan Kurdi compartida o por cada #NoALaVentaDeIsagén mencionado hubiera existido el mismo número de personas desconectadas apropiándose de su descontento y proponiendo soluciones, el brote de una voz que se escuche hubiera reemplazado el ruido fugaz y vaporoso que se disolvió tan rápido como surgió.

Como lo dijo Friederich Hebbel, “vivir significa tomar partido”, así que no seamos indiferentes ni conformistas, no traguemos entero. Sigamos utilizando las redes como medios de opinión, crítica y participación. Comencemos con un Me gusta, pero continuemos con una exigencia. No permitamos que un numeral determine la fuerza y la permanencia de nuestra denuncia y salgamos de la zona de confort que nos conceden las 4,5 pulgadas de la pantalla de un celular.

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